Odio
a
los
indiferentes.
Creo
que
“vivir
significa
tomar
partido”.
No
pueden
existir
quienes
sean
solamente
hombres,
extraños
a
la
ciudad.
Quien
realmente
vive
no
puede
no
ser
ciudadano,
no
tomar
partido.
La
indiferencia
es
apatía,
es
parasitismo,
es
cobardía,
no
es
vida.
Por
eso
odio
a
los
indiferentes.
La
indiferencia
es
el
peso
muerto
de
la
historia.
Es
la
bola
de
plomo
para
el
innovador,
es
la
materia
inerte
en
la
que
a
menudo
se
ahogan
los
entusiasmos
más
brillantes,
es
el
pantano
que
rodea
a
la
vieja
ciudad
y
la
defiende
mejor
que
la
muralla
más
sólida,
mejor
que
las
corazas
de
sus
guerreros,
que
se
traga
a
los
asaltantes
en
su
remolino
de
lodo,
y
los
diezma
y
los
amilana,
y
en
ocasiones
los
hace
desistir
de
cualquier
empresa
heroica.
La
indiferencia
opera
con
fuerza
en
la
historia.
Opera
pasivamente,
pero
opera.
Es
la
fatalidad,
aquello
con
lo
que
no
se
puede
contar,
lo
que
altera
los
programas,
lo
que
trastorna
los
planes
mejor
elaborados,
es
la
materia
bruta
que
se
rebela
contra
la
inteligencia
y
la
estrangula.
Lo
que
sucede,
el
mal
que
se
abate
sobre
todos,
el
posible
bien
que
un
acto
heroico
(de
valor
universal)
puede
generar
no
es
tanto
debido
a
la
iniciativa
de
los
pocos
que
trabajan
como
a
la
indiferencia,
al
absentismo
de
los
muchos.
Lo
que
ocurre
no
ocurre
tanto
porque
algunas
personas
quieren
que
eso
ocurra,
sino
porque
la
masa
de
los
hombres
abdica
de
su
voluntad,
deja
hacer,
deja
que
se
aten
los
nudos
que
luego
sólo
la
espada
puede
cortar,
deja
promulgar
leyes
que
después
sólo
la
revuelta
podrá
derogar,
dejar
subir
al
poder
a
los
hombres
que
luego
sólo
un
motín
podrá
derrocar.
La
fatalidad que parece dominar la historia no es otra que la apariencia
ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran
en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control,
que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no
se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según
visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones
personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres
ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado
llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen
término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y
a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno
natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos,
quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo
sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este
último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría
dejar claro que el no quería, que el no es el responsable. Algunos
lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o
muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si
hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría
ocurrido lo que paso? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia
indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su
actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar
ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien. La mayoría de
ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del
fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de
otras lindezas similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier
responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a
veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los
problemas más urgentes o que, si bien requieren una gran preparación
y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones
resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida
colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la
curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad
histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite
agnosticismos e indiferencias de ningún género.
Odio
a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos
inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado
el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que
ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Pido cuentas a cada uno
de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y
le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no
ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que
malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis
lagrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los
míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo.
Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de
lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra
inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la
ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el
sacrificio; y el que aun hoy está en la ventana, al acecho, quiere
sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos
procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al
desangrado, porque ha fallado en su intento.
Vivo,
soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio
a los indiferentes.